Efectos del imperialismo en México y América
latina
El período que
media entre 1823 y 1898, en lo que compete a la historia de las relaciones de
las potencias capitalistas con América Latina, es portador de un conjunto de
años realmente problemático, ambiguo y conflictivo. , el final de las guerras
napoleónicas posibilitó una re definición a fondo de la cartografía imperial de
antiguo régimen y estableció una nueva jerarquía en la estructura internacional
de poder, en la cual sobresaldría notablemente el Reino Unido y todas sus
dependencias, tanto formales como informales. (Esta cuestión del imperialismo
formal e informal, tema de reflexión y discusión historio gráfica profunda en el
medio académico británico, durante los años sesenta y setenta del siglo XX,
como ya se ha visto en ensayos anteriores, provocó algunas discusiones teóricas
y metodológicas igualmente importantes sobre los distintos procedimientos que
debería seguir la investigación y estudio del imperialismo entre historiadores,
sociólogos y economistas; pero además introdujo un sesgo temático y documental
que atemperó por un tiempo las implicaciones políticas más radicales sobre el
estudio de las acciones del imperio británico, particularmente, en América
Latina). La mayor parte de los analistas más críticos de estos asuntos,
inspirados de alguna u otra forma por las lecturas leninistas de Marx sobre la
internacionalización del capital, vieron la caída del imperio español en
América Latina como un preludio de la llegada del imperialismo inglés.
Asimismo, otros escritores consideran el deterioro de la influencia británica
en la región, hacia finales del siglo XIX y principios del XX, como la antesala
de la llegada del imperialismo norteamericano. En ciertas circunstancias,
organizaciones comerciales y sociedades misioneras podían acordar y sostener
la autoridad imperial. No obstante, el manejo de un imperio global requería de
una red de instituciones gubernamentales en casa y en ultramar, así como de
canales burocráticos para instrumentar las directivas metropolitanas y las
exigencias coloniales”. La complejidad del aparato institucional y de la
red de relaciones internacionales diseñadas por la Corona Británica, después
del cierre de las guerras napoleónicas en 1815, estaría en relación directa con
su capacidad para establecer un colonialismo formal, al mismo tiempo que se
servía de consignatarios locales donde aquel tuviera lugar. Nunca el
colonialismo, o las distintas formas de imperialismo, han cristalizado sin la
cohabitación con funcionarios, políticos y empresarios de los países que han
sido afectados por sus acciones. Los pronósticos resultaron acertados en cuanto
a que las pretensiones de Alemania, Francia y otros poderes emergentes, durante
la primera parte del siglo siguiente, se encontrarían con la prepotencia y la
avaricia británicas en el camino. Sin embargo, el libre comercio y el
colonialismo serían, finalmente, los principios que regirían la política
exterior británica. Tales principios representarían una nueva etapa en el
desarrollo de la economía política internacional, apuntalada por tres
ingredientes históricos esenciales en el despegue del imperio británico. Este
temprano antecedente de la Doctrina Monroe establece con precisión cuáles eran
los designios concretos que el gobierno de los Estados Unidos pretendía llevar
a cabo, una vez que las colonias españolas alcanzaran algún grado de
independencia. Entre las ocupaciones británicas del Río de la Plata en
1806-180713 y la
invasión francesa de México en 1864, las potencias europeas encabezadas por
Gran Bretaña trataron de establecer unas relaciones diplomáticas, financieras y
comerciales con América Latina, en las cuales la tirantez con los Estados
Unidos, no dejara sitio para las dudas respecto a la clase de imperialismo que
pretendían practicar. La rivalidad entre europeos y norteamericanos en estos
años sobre América Latina, tiene esencialmente como acicate a la expansión
capitalista, con la cual se entiende que el consumo y las posibilidades de
inversión privada directa, facilitarían un mayor crecimiento de las
alternativas políticas de los imperios en la región. El progreso que
experimentara América Latina, a partir de la séptima década del siglo XVIII,
cuando el libre comercio fue posible por primera vez con la metrópoli española,
en relativas condiciones de igualdad, cristalizó de manera más vigorosa después
de la emancipación, pues ésta levantó los últimos obstáculos que las otras
potencias europeas habían encontrado, para realizar libremente sus negocios con
gobiernos y empresarios latinoamericanos. La alianza de la que nos habla
Carmagnani, rápidamente mencionada arriba, suponía, necesariamente, una serie
de acuerdos entre imperios para repartirse hombres, mercados y mercancías en
América Latina y el Caribe. La emancipación de estos países no iría a darse sin
dificultades, como bien lo ejemplifican los casos más extremos de Cuba y
Filipinas. Entre 1804 y 1814 los británicos se vieron obligados a
desarrollar una política exterior hacia Europa, América y España que se
bamboleaba según el ir y venir de las tropas napoleónicas. Desde Pitt hasta
Castlereagh, uno de los políticos más eminentes del siglo XIX, y posiblemente
el verdadero arquitecto de la Alianza Europea, la Corona Británica y la
comunidad mercantil en ese país, sólo acataron a ver en América Latina y el
Caribe mercados potenciales y centros de abastecimiento de materias primas. En
esta parte del mundo sólo vieron “colonias españolas”; y los héroes y
patriotas, luchadores por la independencia de estos países, eran solamente los
“insurgentes”, un mote que Francisco de Miranda (1750-1816), Simón Bolívar
(1783-1830), José de San Martín (1778-1850) o el mismo José Martí (1853-1895)
nunca portaron con vergüenza.De tal manera que, una vez derrotado Napoleón, al
Ministro Castlereagh sólo le preocupó que las colonias españolas no cayeran en
manos de potencias hostiles, se tratara de Francia o de los Estados Unidos,
pues debía asegurarle a la comunidad mercantil inglesa unos mercados y una
población consumidora ávida de sus manufacturas. En las idas y venidas de los
agentes de Castlereagh por los palacios de los monarcas europeos que llegarían
a ser sus aliados más conspicuos, el Zar Alejandro I de Rusia, el Kaiser
Federico Guillermo II de Prusia, y el Príncipe Metternich de Austria, así como
en las conversaciones y acciones que condujeron a la creación de la Alianza
Europea o Santa Alianza (en el Congreso de Viena de 1815 y sus distintos
protocolos posteriores hasta 1822), jamás consideraron de manera profunda y
detenida un tema que era de enorme relevancia para la Corona Británica, la
principal protagonista en este re diseño del mapa europeo, que permanecería casi
intacto hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918): nos referimos al futuro de
las colonias españolas, una vez obtenida su liberación política.